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Ciruelos

  En mi niñez siempre me gustaron los patios antiguos abandonados, sobre todo aquellos donde había ciruelos. En el verano, el ciruelo florecía en todo su esplendor, brindando sombra en los cálidos días fuera de las casas, en días donde el pavimento derretía las gomas de las zapatillas y las calles parecían vacías. Las ciruelas que no se cosechaban, maduras, regaban el suelo que se volvía pegajoso; su fermentación aromatizaba con olor a alcohol dulce, el estar ahí me llevaba a un portal, a otra parte, si estaba jugando a las escondidas, en silencio y agazapado, me topaba con mi universo interior. Cuando fui joven, siempre que tome un buen vino volví a esos patios en mi mente, fue una forma, de darme sombra, de darme silencio, de esconderme del mundo   y encontrarme conmigo, de niño, cuando era dulce, como una ciruela madura en tardes de verano.

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